Cirilo Villaverde
(Ingenio Santiago, Pinar del Río 28/10/ 1812- Nueva
York, 23/ 10 1894). Cursó las primeras letras en San Diego Núñez, pueblo
cercano al lugar de su nacimiento. En 1823 pasó a La Habana, donde cursó la
primera enseñanza en la escuela Antonio Vázquez y latín en el colegio del padre
Morales, en el que inició su amistad con José Victoriano Betancourt. Estudió
filosofía en el Seminario de San Carlos y dibujo en la Academia San Alejandro.
En 1834 recibió el título de Bachiller en Leyes. Trabajó en los bufetes de
Córdoba y de Santiago Bombalier, pero pronto abandonó estas labores para
dedicarse al magisterio y la literatura. Fue maestro en el Colegio Real Cubano
y en el de Buenavista, ambos de La Habana, así como en La Empresa, de Matanzas.
Comenzó a publicar en la Miscelánea de Útil y Agradable Recreo en la que
aparecieron sus novelas “El ave muerta”, “La Peña Blanca”, “El Perjurio” y “La
Cueva de Taganana”. Asistió a las tertulias literarias de Domingo del Monte y
continuó publicando sus narraciones y trabajos críticos en diferentes
publicaciones periódicas, como Recreo de las Damas, Aguinaldo Habanero, La
Cartera Cubana, Flores del Siglo, La Siempreviva, El Álbum, La Aurora, El
Artista, Revista de La Habana. Formó parte del Faro Industrial de La Habana en
el que publicó los cuentos “El ciego y su perro” (1842) y “Generosidad
fraternal” (1846). Desde ese año se hizo sospechoso al gobierno español por sus
ideas separatistas. Por su participación en la conspiración de Trinidad y
Cienfuegos fue detenido en 1848 y condenado a presidio. Al año siguiente pudo
escapar y trasladarse a Nueva York, donde trabajó como secretario de Narciso
López hasta la muerte de éste. En dicha ciudad fue colaborador y más tarde
director del periódico separatista La Verdad. En Nueva Orleans publicó El
Independiente. En 1854 pasó a Filadelfia. Allí se dedicó a la enseñanza del
español y contrajo matrimonio con la activa conspiradora Emilia Casanova, en 1855. A fines de ese año se
trasladó a Nueva York, donde trabajó como profesor de español en el Colegio de
M. Peugne. Más tarde, se dedicó a la enseñanza privada. En 1858, al amparo de
una amnistía concedida por el gobierno español, viajó a La Habana. Dirigió la
imprenta La Antilla, fue codirector y redactor del periódico literario La
Habana (1858-1860) y colaboró en Cuba Literaria. Apadrinó la publicación de los
Artículos, de Anselmo Suárez y Romero. Regresó a Nueva York en 1860.
Trabajó como redactor en La América (1861-1862) y en el
Frank Leslies’s Magazine. En 1864 abrió, con la colaboración de su esposa, un
colegio en Weehawken. Al año siguiente formó parte de la Sociedad Republicana
de Cuba y Puerto Rico, en cuyas Publicaciones colaboró. Dirigió La Ilustración
Americana (1865-1869). Al estallar la Guerra de Independencia en 1868, se sumó
a la junta revolucionaria establecida en Nueva York. Dirigió El Espejo desde
1874 y colaboró en La Familia, El Avisador Hispanoamericano, El Fígaro y
Revista Cubana. Hizo breves viajes a Cuba en 1888 y 1894. Escribió la “Advertencia”
y las “Notas” al folleto de Saco Cuestión de Cuba, y prologó la Colección de
artículos satíricos y de costumbres, de José María de Cárdenas. Tradujo al
español la autobiografía de David Copperfield (La Habana 1857), de Charles Dickens;
El Tamborcito o Amor filial, entre otros.
Su obra ha sido traducida al ruso, inglés, francés, y alemán. Su novela Cecilia Valdés ha sido llevada al cine y sirvió de base a la zarzuela del mismo nombre, de Gonzalo Roig. Usó los seudónimos El ambulante del Oeste, Un contemporáneo, Simón Judas de la Paz, Sansueñas. También firmó trabajos con la inicial de su apellido.
Su obra ha sido traducida al ruso, inglés, francés, y alemán. Su novela Cecilia Valdés ha sido llevada al cine y sirvió de base a la zarzuela del mismo nombre, de Gonzalo Roig. Usó los seudónimos El ambulante del Oeste, Un contemporáneo, Simón Judas de la Paz, Sansueñas. También firmó trabajos con la inicial de su apellido.
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Cecilia Valdés o la Loma del Ángel
Publicado en: http://www.cubaliteraria.cu/autor/cirilo_villaverde/obrasdionisio.htm#titulo
Cuarta parte. Capítulo
VII.
...Volado había el tiempo con
inconcebible rapidez. Afines de agosto tuvo Cecilia una hermosa niña, suceso
que antes de alegrar a Leonardo, parece que le hizo sentir todo el peso de la
grave responsabilidad que se había echado encima en un momento de amoroso
arrebato. Aquella con era su esposa, mucho menos su igual. ¿Podría presentarla
sin sonrojo, magüer que bella como un sol, en ninguna parte? No había
descendido tanto todavía por la cuesta suave del vicio, que hiciese del
sambenito gala.
Se desvanecía, sin duda, la ilusión de fácil posesión del objeto codiciado que
consistía tan solo en la cualidad deleznable antes mencionada. Al amor hizo en
breve lugar la vergüenza. Tras esta debía presentarse luego el arrepentimiento,
y se presentó al galope, mucho antes de lo que era de esperarse, supuestas las
condiciones de alma fría y moral laxa de que había dado pruebas el joven
Gamboa.
Los primeros síntomas del cambio no tardó Cecilia en descubrirlo con dolor; en
pos vino el tropel de los celo a complicar la situación de las cosas. A los
tres o cuatro (¿meses?) de unión ilícita fueron menos frecuentes las visitas de
Leonardo a la casa de la calle Damas. ¿De qué valía que él colmase de regalo a
la querida, que se adelantase a todos sus gustos y sus caprichos, si era cada
vez más frío y reservado con ella, si no mostraba orgullo ni alegría por la
hija, si no pudo lograr jamás que trocara siquiera por una noche la casa de sus
padres por la suya propia?
Explícase la extraña conducta de Leonardo con Cecilia, por la grande influencia
que sobre él ejercía su enérgica madre. Porque era cosa cierta que si del mozo
habían huido todas las virtudes a la temprana edad de 22 años, como huyen las
tímidas plomas del palomar herido por el rayo, no era menos cierto que aún
calentaba su corazón marmóreo por el dulce amor filial.
Doña Rosa se había averiguado por aquellos días la historia verdadera del
nacimiento, bautizo, crianza y paternidad de Cecilia Valdés, contado ahora por
María de Regla con el objeto de obtener el completo perdón de sus pecados y
alguna ayuda a favor de Dionisio, que seguía en estrecha prisión. Espantada
dicha señora por el abismo a que había empujado a su hijo, le dijo con aparente
calma:
-Estaba pensando, Leonardito, que es hora que sueltes el peruétano de la
muchachuela... ¿Qué te parece?
-¡Jesús, mamá! - replicó escandalizado el joven -. Sería una atrocidad.
-Sí, es preciso - añadió la madre en tono resuelto -. Ahora, a casarte con
Isabel.
-¿También esa? Isabel ya no me quiere. Tu has leído sus últimas cartas. En
ellas no me habla de amores, habla únicamente de monjío.
-¡Disparate! No hagas caso. Yo arreglo el negocio en dos palotadas. Han
cambiado las cosas. Conviene que se case temprano el mayorazgo, siquiera no sea
con otro fin que el de asegurar sucesión legítima para el título. A casarte con
Isabel, digo.
Por carta de don Cándido Tomás Ilincheta, pidió doña Rosa la mano de Isabel
para su hijo Leonardo, heredero presunto del condado de Casa Gamboa.
En respuesta, la presunta novia, acompañada de su padre, hermana y tía, vino a
su tiempo a La Habana y desmontó en casa de sus primas, las señoritas Gámez.
Quedó, pues, aplazado el matrimonio para los primeros días de noviembre, en la
pintoresca Iglesia de Ángel, por ser la más decente, si no la más cercana a la
feligresía propia. La primera de las tres velaciones regulares se corrió el
primer día del mes de octubre, pasadas las ferias de San Rafael. No faltó quien
comunicara a Cecilia la nueva del próximo enlace de su amante con Isabel
Ilincheta. Renunciamos a pintar el tumulto de pasiones que despertó en el pecho
de la orgullosa y vengativa mulata, baste decir que la oveja, de hecho, se
transformó en leona.
Al oscurecer del 10 de noviembre llamó a la puerta de Cecilia un antiguo amigo
suyo, a quien no veía desde su concubinaje con Leonardo.
-¡José Dolores! -exclamó ella echándole los brazos al cuello, anegada en
lágrimas-. ¿Qué buen ángel te envía a mí?
-Vengo -repuso él con hosco semblante y tono de voz terrible-, porque me dio el
corazón que Cecilia podía necesitarme.
-¡José Dolores! ¡José Dolores de mi alma! Ese casamiento no debe efectuarse.
-¿No?
-No.
-Pues cuente mi Cecilia que no se efectuará.
Sin más se desprendió él de sus brazos y salió a la calle. Cecilia, a poco, con
el pelo desmadejado y el traje suelto, corrió a la puerta y gritó de nuevo:
-¡José! ¡José Dolores! ¡A ella, a él no!
Inútil advertencia. El músico ya había doblado la esquina de la calle de las
Damas.
Ardían numerosos cirios y bujías en el altar mayor de la Iglesia del Santo
Ángel Custodio. Algunas personas se veían de pie, apoyadas en el pretil de la ancha
meseta en que terminan las dos escalinatas de piedra. Por la mira de la calle
Compostela subía un grupo numeroso de señoras y caballeros cuyos carruajes
quedaban abajo. Ponían los novios el pie en el último escalón, cuando un hombre
que venía por la parte contraria, con el sombrero calado hasta las orejas,
cruzó la meseta en sentido diagonal y tropezó con Leonardo, en el esfuerzo de
ganar antes que este el costado sur de la Iglesia, por donde al fin
desapareció.
Llevóse el joven la mano al lado izquierdo, dio un gemido sordo, quiso apoyarse
en el brazo de Isabel, rodó y cayó a sus pies, salpicándole de sangre el
brillante traje de seda blanco. Rozándole el brazo a la altura de la tetilla,
le entró la punta del cuchillo camino derecho al corazón.
Conclusión.
Lejos de aplacar a Doña Rosa el
convencimiento de que Cecilia Valdés era hija adúltera de su marido y medio
hermana por ende de su desgraciado hijo, eso mismo pareció encenderla en ira y
en el deseo desapoderado de venganza. Persiguió, pues, a la muchacha con
verdadero encarnizamiento, y no le fue difícil hacer que la condenaran como
cómplice en el asesinato de Leonardo, a un año de encierro en el hospital de
Paula. Por estos caminos llegaron a reconocerse y a abrazarse la hija y la
madre, habiendo esta recobrado el juicio, como suelen los locos, pocos minutos
antes de que su espíritu abandonase la mísera envoltura humana.
Por lo que hace a Isabel Ilincheta, desengañada de que no encontraría la dicha
ni la quietud del alma en la sociedad dentro de la cual le tocó nacer, se
retiró al convento de las monjas Teresas o carmelitas, y allí profesó al cabo
de un año de noviciado.
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La Peña Blanca
Copiado en el álbum de una
señorita
I
La tradición
Veintiséis o más leguas de esta
ciudad y en su parte occidental, hacia las costas del norte, existe un
pueblecillo, acaso sin un nombre bastante rotundo hoy, tal que haga fijar en él
la atención del historiador presunto de la Isla; pero no por eso menos digno
que otro, quizá de más valía y poblados, para que nos desdeñemos de sacar a la
luz pública, revestidas con el carácter romanesco, algunas fechorías de que han
sido ya parte, ya espectadores, sus sencillos habitantes. Bien conocida es la
extensa cordillera de lomas que corren paralelamente, con algunas pocas
interrupciones, a los largo de la Isla (E. A O.) (…)
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En una de esas montañas, la que
sirve de límites a la hacienda de S. Blas, hay un peñasco suspendido sobre un
precipicio, el cual desde el pueblo se mira distintamente, que por su color
blanquizco durante el día, se le conoce vulgarmente con el nombre de Peña
Blanca. ¡Oh! y en las noches de luna el efecto es mágico, sobrecoge el ánimo,
exalta la imaginación, nos infunde tristeza, ora respeto, admiración estúpida
(…)
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Sucede con frecuencia que en medio
del más claro día, se oscurece la peña repentinamente; y ese solo hecho, debido
al pase de alguna nube por delante de los rayos solares, se mira por aquellos
sencillos habitantes como un suceso sobre natural y de siniestro agüero. Corre
entre ellos muy válida la opinión de que no ha habido vez que se haya
encapotado el peñasco, sin que alguna desgracia sucediera en el pueblo (…)
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Pero mirad, mirad hacia el sur a
la falda de aquella sierra que se pierde a lo lejos entre los densos vapores
-¿no reparáis en un paño de tierra cuadrado de un hermoso azul, con alguna que
otra mancha de bermejo y blanquizco?- pues ese es un cafetal. ¡Un cafetal!
¿Sabéis lo que es un cafetal? ¡oh! Un paraíso acá en el suelo, si no los
poblasen tantos infelices que sufren y gimen, y lloran perpetuamente -por lo
demás con los perfumes, las armonías, los encantos de una mansión celestial.
Allí, más cerca, reparad en una pajiza cabaña, y más allá otra: fijad toda su
atención en la primera que se ofrece a los ojos hoy está medio derribada por
tierra, las lluvias calan su techo, los pájaros fabrican sus nidos en el alero,
los bejucos trepan y se entretejen por las paredes de yagua, los panales de las
avispas penden de sus umbrales- ¡ayer cobijaba un matrimonio feliz! Su
historia, que en parte escuchamos de boca de un anciano respetable de aquel
pueblo, con algunas variantes y coloridos que nosotros hémosle agregado, hela
aquí:
II
La niña
Pero esas horas felices
Arrebatadas violaron
Y mil fantasmas rodearon
De espinas tu blanca sien
J.Q.Suzarte.
Arrebatadas violaron
Y mil fantasmas rodearon
De espinas tu blanca sien
J.Q.Suzarte.
"Del pueblo de Guanajay vino
a hacer mansión aquí, por los años de ...4, un tal D. N..., hombre raro en
verdad por sus costumbres y el sombrío carácter que le dominaba. Trajo consigo
una niña de bien tierna edad que parecía un grano de oro. Decíase que habiendo
quedado viudo, había querido mudar de domicilio para distraerse del dolor que
le causaba la irreparable pérdida de su esposa, y probar fortuna en otros
pueblos, pero a aquel hombre extraño nunca se le vio reír, ni acariciar a su
niña, ni mezclarse en las reuniones de los demás hombres. Cuando alguno iba a
visitarle, por lo general lo encontraba retirado en algún rincón de su casa,
pensativo y alicaído, como se suele decir.
"Crecía la niña y crecía con ella su gracia y su hermosura. Era tan mona,
tan juguetona, con su pelo castaño y ensortijado que le caía por la espalda
trigueña del sol, con sus ojos vivos y parduzcos, con su boquita encendida, su
talle redondeado y sus pies chiquitos... ¡qué! Era una delicia aquella
criatura. Le decíamos por sobrenombre: Tacita. Sí, porque era una tacita de oro
ni más ni menos. Su nombre de pila era el de Elena. Los mozos más apuestos y
galantes de aquí, estaban perdidos enamorados de Tacita: los tiples mejor
templados sonaron en sus ventanas, y las voces de cantores las más melosas, le
cantaron décimas llenas de amor y de ternura. -¡Qué! si tenía alborotado a todo
el mundo el dianche de muchacha. -Todo era bailes, serenatas, carreras de
caballos, pendencias, peloteras- un jubileo. Si bailaba llovían pintados
pañuelos sobre sus hombros; si iba a la valla para ver las peleas, la nombraban
reina del desafío, y a muchos de los gallos contendientes les ponían su nombre.
"Pero su padre, su maligno padre, su demonio, casi siempre venía con su
presencia, y sus modos groseros a amargar los placeres de la joven y de todos
sus admiradores. Hubo vez que con aquel aire de desenfado que le era tan
natural, entró al baile, donde Tacita recogía radiosa nuestros aplausos y
nuestros encomios, y la arrebató bruscamente de allí, dejándonos a todos
maguados y estupefactos. Otras la encerraba, sin dejarla salir en buenos días,
sólo porque sin su previo consentimiento se hubiese ido a bañar con sus amigas
- ¡que la querían tanto! - Una noche... estaba yo sentado... aquí mismo, señor,
donde le refiero esta historia... En ese portal... cuando a deshora, oí unos
gritos lastimeros, como de quien le maltratan, y pugna por escaparse; gritos
penetrantes que aún los tengo clavados en el corazón; porque nunca puede
olvidárseme una ocurrencia como esa. Corrí solícito a donde el clamor se oía:
-Era de Elena, cuya voz sofocada y renca conocí, que pedía socorro (…)
a…………………......................………………………………………………………………….b
Estaban las puertas y las ventanas
cerradas de firme. -De repente sentí un cuerpo que caía pesadamente, cuya
cabeza, o los pies toparon con las yaguas, - Después un ¡ay! Casi apagado. No
pude contenerme: de un empellón violento eché la puerta abajo, y toda la casa
se estremeció. Entro de un salto hasta el medio de la sala -todo quedó en el
mayor silencio, a oscuras. Trajeron luces...
Un hombre había desaparecido por una ventana del costado opuesto a el que por
donde yo entré. Esta era el padre de Elena según pienso. Al cabo de algunos
días díjose que se había ahogado en el río Tibisi, según unos; según otros que
lo habían muerto y después lo arrojaron al agua: algunos pocos que el cadáver
encontrado en el río no era el de N...lo cierto es: que desde entonces no se
supo más de él.
"Por lo que hace a Elena, la pobre jovencita, llorosa, sumergida en el
mayor dolor, apesadumbrada profundamente, no encontró más otro padre que yo, en
dos años que la tuve a mi abrigo. Cuando le noticiaron la muerte de su padre,
lloró amargamente - y si sucedía que le recordaban la ocurrencia de aquella
noche, por saber de su boca, única que podía descifrar el enigma, el motivo
cede su atropellamiento, se ponía encendida, luego pálida, se avergonzaba en
seguida y prorrumpía al fin en llanto desesperado, de sentimiento. Se mantuvo
así, tristonaza, por mucho tiempo; pero al cabo volvieron los bailes, las
serenatas, las corridas de caballo, y con más petulancia, que por cierto me
tenían ya rota la cabeza. Ella volvió a sonreírse, y ellos a enloquecerse de
júbilo. Como faltaba su coco, desatábanse los enamorados, y cate usted aquí a
mi Tacita, reina otra vez de los desafíos, y el sol del pueblo. Pero ella
siempre conservó una cierta tintura de melancolía, de suma tristeza por el
recuerdo de su malaventura, que en medio de las mayores diversiones, la
obligaba a bajar la cabeza coronada de flores, para enjugarse una sola lágrima
que le saltaba a los ojos sin quererlo la infeliz niña. Hasta que se casó con
un mancebo de quien se enamoró y el de ella, muy a disgusto mío, porque el tal
era de allá... de la Habana... muy galante y todo, eso sí; mas yo no le
conocía, ni lo había visto mucho - aunque últimamente me hube dado mil parabienes,
pues con frecuencia les hice mis visitas, y siempre los encontré tan uniditos,
tan contentos, tan alegres... que se llevaban a las mil maravillas..."
Aquí el anciano conmovido y lloroso interrumpió su narración para continuarla
otro día; pero nosotros, curiosos de saber en lo que había parado el matrimonio
de la "niña abandonada", recurrimos en la hora a otros informes, y hé
los pormenores con sus puntos y señales.
III
Los esposos
...¡Oh! si pudiera
Hacer que me adoraras cual te adoro,
¡Cuál fuera yo feliz! ¡Cómo viviera
De mundo en un rincón, desconocido,
Contigo y la Virtud......!
J. M. Heredia
Hacer que me adoraras cual te adoro,
¡Cuál fuera yo feliz! ¡Cómo viviera
De mundo en un rincón, desconocido,
Contigo y la Virtud......!
J. M. Heredia
... -A las orillas del arroyo y
sobre las raíces de un frondoso cedro, estaban sentados Elena y su marido, en
aquel abandono que produce la vista del objeto querido, con quien nos une un
amor sincero, y en que se depositan toda la fe, y todas las creencias de un
alma entusiasta.
Callaban, pero impaciente Casimiro (nombre del esposo) porque su mujer había
desviado de él los ojos y entretenía en
contemplar otro objeto, removiéndola dulcemente, le dice,
-¿Por qué lanzas, hermosa mía, una mirada tan lánguida hacia ese arroyuelo? -
¿qué ves?
-Así pasa nuestra vida al presente: silenciosa, ignorada... ¡Dios nos lleve del
mismo modo hasta el otro mundo! - sin dolores, sin amarguras, sin tropiezos.
-¡Qué triste estás hoy!
-No puedo remediarlo - yo te veo a mi lado, te siento, te oigo entusiasmada tal
vez; pero luego que a tu voz se sucede el tristísimo ruido de los árboles y el
arroyo, me parece que te has desvanecido... como el humo... y solo tu voz
repiten los ecos de estas grutas.
-¡Melancólica! Sombreada está tu frente por las nubes del pesar ¿qué es eso
amor mío? Tus cabellos desatados, en desorden esparcidos ¿por qué? Tu seno en
esa agitación -¿no encuentras la calma en ninguna parte? Yo debiera quejarme de
ti...
-¿Quejarte? -tú no tienes motivos para quejarte. - ¿Te causa extrañeza verme el
pelo así? Mira, me lo suelto para que el viento lo mueva sobre tu frente y te
despierte; porque tú también te duermes cuando estás a mi lado.
-¡Yo dormir!
-Al menos cierras los ojos.
-Para que tú me los abras con tus labios, desdeñosa.
-¡Ay! Si yo supiera que cuando tú te murieras te los podía abrir y que me
vieses, entonces sí que te daba mil besos; pero ahora, me contento con que
pienses en mí, aunque el sueño te importune -Y cuando yo me muera, ¿Qué harás
tú, Casimiro mío?
-¡Oh! ¡tú no te vas a morir nunca!
-Yo sí, e ir a otro mundo mejor - ¿no es verdad?
-Sin duda.
-Al menos así lo he leído en un libro: que el que no ha hecho mal a nadie, y
cree, y espera en Dios, se salvará.
-Efectivamente.
-Pues bien, cuando yo me muera -porque yo me he de morir primero que tú - tú
mismo me vas a enterrar en una sepultura muy honda, y envolverás mi cuerpo con
muchas sábanas, y lo cubrirás bien para que los gusanos no mele roan y me
desguacen ¡lo sabes?- Luego, sobre la tierra, has de derramar flores para que
embalsamen mi lecho eterno.
- ¿me prometes hacerlo así?
-Sí, Elena.
-Porque yo, en el caso que tú, haría lo mismo contigo. ¡Ah! Y el crucifijo
pequeñito mío, me lo colgarás del cuello.
-Bien, bien. Pero mudemos de conversación.
-Y ¿me negarás un beso aquí... sobre la frente?
-Por Dios, Elena, Hablemos de otra cosa.
-Y tú cuidarás del niño y lo llevarás todas las tardes al sepulcro de su madre.
-Por la Virgen, Tacita, cambiemos el asunto de nuestra conversación, que me
hace sufrir mucho, mucho amiga mía. Tú no sabes lo que es la idea de la muerte
cuando se está a tu lado - ¡es horrible!
-¡Caramba! Y te pones convulso para decírmelo.
Mira, mira el sol como se oculta: bien pronto es de noche. La hora esta no la
olvidaré nunca -Era entre dos luces cuando conseguí de ti la primera gracia, la
de colocar una flor en tu cabellera y tomar de ella otra. Una hora después,
hábil y graciosa bailarina, rodeé tus trigueños hombros con un pañuelo morado,
en premio de tu saber. A las doce de la noche, me juraste amor eterno. Rabiaba
de celos la noche venidera - pero he vencido a todos mis contrarios - obtuve el
triunfo mayor sobre tu corazón, por mi amor ardiente, la ternura con que
siempre lisonjeé tu alma, y por los sacrificios con que arrastré la repugnancia
de tu guardador a que nos amáramos.
-Y cuando me pongo a meditar sola en que nos hemos casado me parece mentira.
-¿Y por qué, cielo mío?
- Por muchos motivos. - De seguro que no reflexioné lo bastante para un sí tan
exigido. Yo no sabía quien tú eras: no sabía más sino que pertenecías a una
familia rica, que se había esmerado en darte buena educación: que te habías
metido en el monte por no sé que desgracia - y bien pronto.
(…)
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Casa de San Dionisio
Artículo
publicado en Paseo
pintoresco por la isla de Cuba. Publicado por el establecimiento
litográfico del Gobierno y Capitanía general en La Habana, año 1841, cuaderno
7, páginas 231 a la 236.
Un temor religioso sobrecoge el
ánimo del escritor al estampar el solo nombre de S. Dionisio, mayormente,
cuando sin quererlo, por sobre las almenas de la casa, divisa los pinos del
Cementerio. Aquí la tumba de los dementes! allí la tumba de los muertos! Qué
consonancia tan terrible! La muerte y la locura juntas! Nosotros respetamos las
intenciones del sabio magistrado que así lo dispuso, y aún aplaudimos su
filosófico pensamiento. La locura y la muerte son una misma cosa. El hombre
demente existe en un mundo donde aún no han podido penetrar los sabios de la
tierra: el hombre muerto reposa en otro mundo cerrado definitivamente para el
hombre vivo. La casa de los locos y la casa de los muertos deben estar pues, en
un mismo sitio. Si la sociedad tiene un sepulcro debajo de la tierra para sus
muertos, que sirve de asilo a sus huesos, es cosa muy puesta en razón que
erigiese también asilo sobre la tierra, para aquellos que, perdiendo el juicio,
perdieron la existencia moral, y demanden una tumba o lugar apartado, donde sus
delirios no exciten a todas horas, el horror, la lástima y tal vez el escarnio
del hombre sensato. La sociedad en esto obedece a Dios callando. Desgraciado el
hombre que no encuentra un hueco en la tierra donde descansar sus huesos!
Desgraciado el loco, que no tiene un asilo donde ocultar a los demás hombres
las miserias de su razón extraviada!
La situación de la casa de S. Dionisio es al costado oriental del cementerio,
entre este y el hospital de S. Lázaro, al fondo de la caleta del mismo nombre,
dando su frente al Sud, y bañada en todos los sentidos por las brisas del mar;
casi a las faldas de la célebre loma de Aróstegui, poco menos de dos millas del
centro de la ciudad, y cerca de una del Castillo del Príncipe. Esta situación,
según se ve, no puede ser más adecuada al fin de su instituto, como lo es la de
San Lázaro y la del Cementerio general. Sitio retirado y silencioso, fresco y
puros aires: ved aquí los requisitos que demanda naturalmente una casa
destinada para los hombres de suyo achaquientos, y ved los que goza la de S,
Dionisio en la Habana.
Su erección fue el año 1827, gobernando el Sr. D. Francisco Dionisio Vives, de
quien tomó el título; y su apertura el 1ro. de septiembre del siguiente año.
Hízose la obra a expensas de una suscripción voluntaria promovida por dicho
Exmo. Sr. Con el santo fin de amparar o recoger a .los infelices dementes que,
o vagaban por las calles hechos la burla y el escarnio de los muchachos y de la
mendiguez juntamente, o gemían sufridos en los calabozos de la antigua cárcel
sin aire, sin luz y sin abrigo corporal y espiritual.
El edificio tal como le representa la estampa que encabeza este artículo,
descubre a primera vista una fachada sobreelegante, de firme y sólida
constricción. Su sencillo ante-pórtico de orden corintio, junto con el
enverjado de hierro sobre muros de mampostería, que rodea el pequeño jardín que
tiene la casa delante y los pinos, obelisco, rejas y flores del Cementerio, que
se ven al fondo del cuadro, producen un contraste bello, que dan a la estampa y
al objeto real muy gracioso y pintoresco aspecto.
La puerta de entrada, queda precisamente en medio, bajo el ante-pórtico, a
cuyos lados abren cuatro ventanas de fuertes rejas de hierro, que dan luz y
aire a otros tantos cuartos ocupados por el loquero, el mayordomo de la casa y
dos soldados y un cabo, que no montan guardia sino que están de respeto, para
en caso de necesidad. Sobre el umbral de la citada puerta, en una lápida de
mármol, con letras doradas de relieve, se lee esta inscripción:
A LA HUMANIDAD
AL SANO JUICIO
Mens Sana in Corpore Sano.
AL SANO JUICIO
Mens Sana in Corpore Sano.
Francisco
Dionisio Vives Juan José
Espada
GOBERNADOR OBISPO
AÑO DE 1827
La entrada es un pasillo de dobles
puertas: la exterior o de la calle y la interior, que además tiene una reja de
hierro y cae al primer patio. En este un cuadrilongo de 28 varas de largo. Y
más de 12 de ancho, con pasadizos todo alrededor, soportados por gruesas
columnas de piedra del mismo orden que las del ante-pórtico, bajo de ellos
están las celdas de los dementes pensionistas, que por todas suman quince, con
más de tres calabozos reforzados de fuertes rejas, de los cuales actualmente
solo estaban ocupados dos.
Cuando se abrió la casa en 1828, no tenía más que este patio y un gran jardín
al fondo; pero posteriormente lo destruyeron para fabricar otras celdas, con patios
correspondientes, según veremos después. Para entrar en el segundo que es cinco
varas más chico que el primero y que tiene los mismos pasadizos y columnas,
atravesamos otro pasillo al cual abren dos puertas, que lo eran de otros tantos
salones corridos a derecha e izquierda, donde se veían las largas mesas y
bancos de pino, en que se sientan los reclusos blancos a comer, pues los de
color tienen las suyas en los pasadizos. En el centro de este segundo patio hay
una hermosa fuente, que derrama un choro abundante de agua por la boca de una
bestia marina; y corona la pila el Dios del silencio, representado en un
precioso niño de mármol ordinario, que se ve de pie, con el indicador sobre los
labios.
Aquí en vez de celdas hay dos salones, de N. a S , de 30 varas de largo cada
uno, con muchas ventanas para su mejor ventilación, que sirven de morada a los
locos que recoge y mantiene la caridad pública: sus camas son duras tarima y su
abrigo una frazada de lana. Antes de pasar al tercer patio, reparamos sobre el
dintel en una lápida de mármol donde se lee una inscripción del tenor
siguiente:
Por el Excmo. Capitán General
DON JOAQUIN DE EZPLETA
Bajo la dirección
Del EXCMO. SR: MARQUÉS DE ESTEVA
Y dirección del Coronel D. Manuel Pastor,
AÑO DE 1839
Este tercer departamento pertenece
exclusivamente a los hombres de color; tiene dos salones a la derecha,
divididos de por mitad, y a la izquierda algunas celdas angostas, provistas de
cepos para encerrar y sujetar a los locos que se muestran inquietos o
desobedientes a la voz del loquero, también tiene dos baños de agua corriente,
con dos llaves cada uno y dos estanques enladrillados de vara y media de
profundidad.
En fin en el cuarto y último patio están el lavadero, la cocina y la letrina;
es el más chico; está rodeado de un alto muro que tiene dos puerta, la una
falsa y grande que sirve para extraer las basuras, la otra pequeña y da al
callejón divisorio entre la casa y el cementerio. Los salones de los cruceros
son muy ventilados; lo mismo que las celdas, que abren ventanas a todos los
aires; y los cinco departamentos, de que se compone la casa de S. Dionisio,
están enteramente divididos entre sí, porque en todos los pasillos hay dobles
puertas, que cierran hacia el Sud.
Los patios, celdas, calabozos, pasillos, pasadizos y paredes respiraban tal
aseo y limpieza que sobremanera nos admiró, no menos que el religioso respeto
con que aquellos seres de extraviada razón miraban a su guardián o loquero, D.
Ignacio Franco, quien tuvo la amable condescendencia de enseñarnos el establecimiento
y darnos cuantas noticias e instrucciones le pedimos. Mientras pasábamos de un
patio a otro solía quedarse atrás el loquero cerrando alguna puerta; entonces
los dementes nos rodeaban hablándonos a un tiempo y cada cual conforme a la
tema de su locura; pero se aproximaba aquel y todos se alejaban y le abrían
paso, atentos siempre a sus menores acciones, como a sus palabras. La mayor
parte de esos infelices estaban echados en sus tarimas cuando entramos; mas
según fuimos penetrando en la casa, fueron ellos poniéndose de pie, por manera
que a nuestro retorno, ya casi todos los 119, que hoy encierra el
establecimiento, ocupaban los pasadizos del primer patio, y comenzaron a darnos
voces e insultarnos desde lejos, porque nos veían con el lápiz y el papel en
las manos, apuntando las noticias con que redactamos este artículo.
Desde la edad fresca y lozana de los veinte años, hasta la débil y madura de
los setenta, vimos allí locos; y es cosa singular que ninguno furioso; porque
si bien es cierto que hay calabozos y estrechas celdas, rara vez, según nos
dijo el loquero, se han visto en la necesidad de ocuparlos; y los cepos y los
encierros; más se dan como corrección de pequeñas faltas, que como medios
preservativos contra la furia de algún demente.
A las seis de la mañana toman ellos un ligero desayuno, compuesto de pan y café
puro; almuerzan a las nueve; báñanse (los que lo permite su estado) a las doce;
comen a las dos de la tarde, y a ls cinco meriendan con lo mismo que desayunan.
El esquilón se halla en el pasillo del primer departamento, avisa las horas de
ponerse a la mesa; y el cañonazo que disparan en el puerto a las ocho de la
noche, es la señal que les manda a acostarse y todos lo hacen sin necesidad de
apremio, ni de otro aviso: a las nueve reina en todo el edificio, el silencio
de un convento de religiosos.
No hablaremos aquí de las rentas que goza el
establecimiento, porque siendo como es dependiente de la Real Casa de
Beneficencia, la junta de ésta corre con su dirección y entretenimiento:
nuestro co-redactor y amigo don Antonio Bachiller, encargado de ilustrar con un
artículo descriptivo la estampa que representa dicha real casa, tratará largamente
el asunto ex profeso.
Nosotros nos retiramos de S. Dionisio al cabo de una buena
hora, es decir a las cinco y más de media de la tarde, Quedando encantados de
la amabilidad del Sr. Franco, a quien los dementes tratan con el respeto de u
padre cariñoso, y él a ellos como a hijos desgraciados. Hoy no hemos olvidado
ninguna de sus cortesanas atenciones, para con nosotros extraños e importunos
visitantes; tampoco se nos borrará nunca de nuestra imaginación la fisonomía de
esa enfermedad que llaman locura, fisonomía espantosa que inspira lástima, y
horror al mismo tiempo. La palidez del rostro, la vaguedad en los ojos
ahuecados, la macilenta expresión del semblante, y las manías de todos y cada
uno de los locos agrupados en torno de nosotros mirándonos unos como estatua,
asustándonos otros con sus contorsiones ridículas... oh! estas son cosas que no
se pueden olvidar jamás. Dios nos conserve la razón y tenga misericordia de sus
pobres criaturas, porque el hombre demente vive, es verdad, pero no existe en el
mundo de los vivos.
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